sábado, 18 de abril de 2009

Sensaciones



Sensaciones

Si tuviera que reducir todos los sentimientos y sus angustiosas contradicciones a un sentimiento fundamental y designarlo con un solo nombre, no se más palabra que la de miedo. Es miedo, es un miedo e inseguridad lo que siento por todas esas horas perdidas de felicidad: miedo a la propia conciencia, miedo a los impulsos de mi alma que considero prohibidos y culpables.

También en el segundo día, en el momento que subía la escalera, me sobrecogió este sentimiento de miedo; la escalera se iluminaba al acercarme a la puerta de cristal. El miedo empezaba con una angustias en el bajo vientre que subía hasta el cuello y allí se convertía en sofoco o en nauseas. Siempre sentía simultáneamente, como ahora, una penosa vergüenza, una desconfianza ante todo espectador, un ansia de estar solo y escondido.

Con aquel mísero y maldito sentimiento, un verdadero sentimiento de delincuente, llegue al corredor y a la habitación. Me decía: hoy el diablo anda suelto, pasara algo. Lo captaba como el barómetro registra los cambios de presión, con irremediable pasividad. ¡Ah, volvía de nuevo lo indecible! El demonio rondaba sigilosamente por casa, el pecado original roía el corazón; detrás de cada pared había un espíritu colosal e invisible, un Dios y juez.

Aún no sabia nada, todo eres pura sospecha, presentimiento, corrosiva desazón. En tales situaciones, cuando se estaba enfermo, lo mejor, en general, era vomitar y meterse en la cama. Muchas veces pasaba sin dolor, y venia la madre o la hermana, me daban una taza de leche y me sentía rodeado de amoroso cuidados; podía llorar o dormir, para despertar luego sano y contento en un mundo completamente distinto, redimido y claro.

Era más sencillo y más fácil hallar consuelo en la madre, pero con el padre el consuelo es más valioso, significa una paz con la recta conciencia, una reconciliación y una nueva alianza con las fuerzas del bien. Después de terribles escenas, investigaciones, confesiones y castigos, a menudo salía de hablar con mi padre bueno limpio, castigado y amonestado naturalmente, pero lleno de buenos propósitos, gracias a la unión de fuerzas frente al mal hostil.

He subido la pequeña escalera que llevaba al despacho. Esta pequeña escalera con su olor peculiar y con el sonido de seco de los peldaños de madera huecos y ligeros. Era, más que el vestíbulo, un camino significativo y una puerta al destino; muchas idas importantes me han llevado por estos peldaños, centenares de veces he arrastrado por ellos miedo y tormento moral, obstinación e ira feroz, y no pocas veces he obtenido la salvación y una nueva salvación.

Algo angustiado. Como siempre, gire el picaporte y entreabrí la puerta. Aspire el olor de mi despacho: olor a libros y a tinta, diluido por el aire azul de las ventanas entre abiertas, cortinas limpias blancas un hilo de perfume de agua de colonia, y sobre mi mesa del ordenador una manzana. Pero la habitación estaba vacía. Entre con un sentimiento mitad decepción y mitad alivio. Amortigüe mis pasos y anduve de puntillas. Apenas recordé ese andar silencioso y tuve palpitaciones, volví a sentir con más fuerza la presión en el bajo vientre y en la garganta. Seguí delante de puntillas y angustiado paso a paso; yo no era un visitante inocente, sino que yo me sentía un intruso.

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